La pandemia de salud mental que se nos viene, un spoiler impreciso

Los vaticinios con respecto a que se nos avecina una crisis de salud mental postpandemia, sobre todo a nivel de la infancia, parece ser una proyección bastante compartida. Los diversos organismos internacionales relacionados con el tema, así como diversos profesionales y académicos especializados en psicopatología, nos adelantan escenarios sombríos al respecto. Esta advertencia no pasará de ser un estresor anticipatorio añadido y hasta iatrogénico, si no nos moviliza para elaborar y aplicar de forma sistemática y oportuna, estrategias de afrontamiento basadas en evidencia. Ahora, para prepararnos, resulta indispensable estimar un escenario suficientemente probable.

Si consideramos que esta pandemia, dado su naturaleza y alcance, no es algo que hayamos experienciado  antes, una forma de hacer proyecciones plausibles y no caer en pronóstico-ficción y psico-obviedades, es analizar las particularidades de esta situación socio-sanitaria a la luz de modelos científicos sobre la etiología de los trastornos mentales, además de los aportes de disciplinas como la neurociencia afectiva, la psicología de emergencias y la ciencia de los desastres.

Atendiendo a  lo anterior debemos reconocer que la actual pandemia, reúne las condiciones elementales para hablar técnicamente de un desastre: 1) ocasiona daños en estructuras sociales, 2) ocasiona pérdidas materiales y humanas, 3) tiene consecuencias psicológicas, y 4) no hay recursos suficientes para afrontarlo. En este mismo, sentido exhibe  una serie de características que certifican su poder de impacto: ha sido relativamente inesperada, en su origen o desarrollo han tenido participación los seres humanos, la percepción de control sobre el fenómeno es baja, sus efectos se han prolongado en el tiempo y se ha experimentado su amenaza, a propósito de experiencias personales o virtuales, con nitidez, inmediatez y cercanía.

Considerando lo expuesto, es esperable que en un escenario como este, la mayoría de las personas tiendan a presentar un procesamiento preferencial de emociones negativas, fundamentalmente asociadas a miedo, tristeza y rabia. Este perfil emocional, intensificado y cronificado, se traduce en una potencial carga alostática, capaz de impactar el equilibrio psicológico y generar sintomatología de naturaleza tanto  internalizante (ansiosa-depresiva) como externalizante (impulsiva-agresiva).

Ahora, bajo la lógica de los modelos de diátesis-estrés-resiliencia, se requiere una vulnerabilidad de base para que esta ecuación termine resultando en patología. En relación con ello, conclusiones de meta-análisis sitúan las prevalencias de alteraciones mentales en torno al 20 % en población adulta y 25% en población infantil. Porcentajes que seguramente se ampliarán algunos puntos contemplando los casos subclínicos.

En virtud de lo planteado, tras esta pandemia, es probable proyectar una confirmación de lo que se ha constatado tras otros desastres estudiados: la mayoría de las personas logrará recuperarse, una minoría exhibirá dificultades en lograr un funcionamiento similar al previo, y otro porcentaje, aún menor, (los que presenten vulnerabilidad de base) no lograrán estándares pre-pandemia, incluso luego de haber recibido ayuda profesional.

Parece prudente, desde el punto de vista científico, pronosticar que la respuesta socioemocional más frecuente, en nuestros niños y niñas, será la de un duelo normal o experiencia ansiosa-frustrante, directamente proporcional a la magnitud del sufrimiento experimentado. Y, por otra parte, aspecto como la comparación social, la habituación, la evolución natural, la presencia de factores protectores, la eficacia colectiva, la activación conductual y la retirada de estímulos aversivos asociados al desconfinamiento, podrían afirmar y fortalecer el sistema inmune psicológico de nuestros niños y niñas, y permitir que se sobrepongan adecuadamente, a este y otros estresores socio-sanitarios.

Ahora, con respecto a los que presentan probabilidades ciertas de exhibir sintomatología o cumplimiento de criterios diagnósticos de algún trastorno mental, se requiere proyectar programas preventivos e interventivos, de eficacia contrastada. Asociado a ello, algunas estimaciones proyectan la necesidad de doblar las plantas profesionales de apoyo psicoterapéutico y psicosocial, para hacer frente a una tarea de esta envergadura y trascendencia.

Circunscribiéndonos a la infancia y considerando la importancia de los establecimientos educacionales en la atención de salud mental infantil, conviene advertir que a las unidades educativas les corresponderá protagonizar la aplicación de programas preventivos en el ámbito de la salud mental con altos estándares de calidad. Esto será, para los equipos de convivencia escolar y duplas psicosociales, un desafío y una oportunidad para instalar en el corazón de los procesos pedagógicos, la promoción sistemática del desarrollo psicológico y el cultivo del ser, desafíos clave para alcanzar mejores niveles de bienestar, en medio de esta y futuras experiencias de incertidumbre y complejidad.

 Por Ramón Jara, neuropsicólogo- director de Fundación Simonne Ramain